martes, 25 de noviembre de 2008

El honor del pistacho

Hace unos días, antes de despejar mi mente, de darme cuenta de mis errores, de mis pérdidas absurdas de tiempo; antes de que llegara el frío a Santander, de ver cómo el malo de la película no mira a los ojos, yo estaba a remojo en una cerveza. Una cerveza mala, de las que pierden fuerza, mal tirada. Y mientras tanto, mi mejor amigo me animaba a ritmo de jazz.
Un bar, ambiente selecto y mucho hambre. La camarera lo notó en nuestras caras, así que puso sobre la barra unos cuantos cuencos con pistachos. Todo un detalle que duró escasos minutos porque ya fuesen abiertos o cerrados, los pistachos cayeron uno a uno, mientras comentábamos que sus compañeros de batallas, los cacahuetes, no merecían existir o por lo menos no deberían servirlos. Eso es cosa de elefantes.
Así que cuando se acabaron los pistachos, nuestra mirada automáticamente se dirigió al cuenco de nuestros vecinos que aún estaba lleno. Una pareja; ella era joven e inexperta y él, conquistador y entendido. De esa clase de personas que asienten cuando el guitarrista va totalmente descompasado y sacan sus morritos en señal de 'experto en la materia', cuando en realidad entienden menos que yo de jazz.
Por eso no dudamos ni un segundo en dar el cambiazo a los cuencos y tampoco en reírnos en su cara cuando metió la mano en el cuenco vacío. Su gesto de superioridad cambió por completo.
Pero el momento, sin duda, fue al terminar nuestro banquete. Sirvieron cacahuetes.

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