martes, 27 de enero de 2009

El ala oeste de la Casa Blanca

Desde el 1 de enero mis padres han tomado posesión del peor cargo existente entre todos los 'no remunerados'; no es otro que el de Presidentes de la Comunidad. No sé exactamente como funciona el sistema de elección, pero doy fe de que el temido maletín negro está en mi casa y mis padres, cada día critican más a los vecinos. No me extraña.
Todo empezó con la entrada del 2009. Un vecino llamó a la puerta, era uno de los de siempre, de los que compraron la casa sobre plano y que ya vivía en ella antes de construirse. Como mi familia, básicamente.
El encargado de abrir la puerta fui yo. No hace falta ser muy sabio para adivinar que, segundos más tarde, me haría la pregunta del millón:
- ¿Está tu madre en casa?
- No.
- ¿Y tu padre?
- No.
- ¿Sabes cuando van a venir?
(Aquí tienes dos opciones: puedes continuar diciendo no, hasta que su cabeza implosione, sin lugar a dudas una bordería; o puedes contestar de la forma más sutil, que sería decirle una hora en la que seguramente no vaya a venir a tocarte los cojones otra vez). Yo respondí con lo segundo.
- Seguramente lleguen a las doce y media (de la noche).
Así conseguí mi propósito, gané algo de tiempo, una semana más o menos. Y volvió. Esta vez ya estaba mi madre y juntos fueron al salón. Ahora es cuando entra en escena mi hermana, nos vamos juntos a la cocina y pegamos la oreja cual zorros esteparios. Es algo espontáneo. A veces incluso, hacemos apuestas sobre el tema del que se trata.
Cuando por fin se fue, llegó el momento de las preguntas a la 'mamma'. Era previsible, mi hermana y yo habíamos dado en el clavo, porque un hombre que tiene ocho juicios pendientes con su vecino más próximo (es un chalet pareado) no es problema para nuestras investigaciones y conjeturas.
Después de todo esto llega la fase de convocar reuniones a las que se presentan los mismos vecinos de siempre, que no dejan de ser unos 'tocapelotas' y que estarían mejor en sus casas. Pero amigos, las comunidades de vecinos sin esta calaña no son nada, perderían su encanto.
Desde ese día parecía que todo había terminado, que todo había vuelto a la normalidad. La visita anual del afilador y paragüero (con su flauta de pan incluida), el cartero (llamando dos veces), los testículos de Jehovah y, aquí haciendo una digresión he de decir que estos últimos son los más fáciles de espantar. Solo se trata de salir a la puerta fumándote un cigarro y con barba de tres días y decir con voz de hombre: Soy menor. El resto es historia.
Entonces llegó el viento y con él, los problemas. Yo estaba tranquilamente en mi casa, viendo la televisión y de repente aparecen las malditas moscas en la pantalla. Al segundo, un vecino llama a la puerta; tardo en abrir. Cuando lo hago, ¿Qué me encuentro? Pues una pedazo de antena de metro y medio, en mi jardín!
Después una cabeza sale de detrás del muro. Era el vecino que quiso ser presidente vitalicio de la comunidad, pero el mandato duraba un año. Y me dice con su cara escrotal: Dile a tu madre que hay que llamar al antenista. Se ha caído la antena. 
Yo viendo que en cualquier momento caía un rayo en mi jardín os juro por mi honor que me había dado cuenta del problema. Esto sumado a que mi tele se había dejado de ver. ¿Pero era necesario que me trajera la antena a casa?
Evidentemente no, porque el antenista vino, colocó una nueva y se fue. Así que desde aquel día convivo en mi casa con una central eléctrica.

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